Claudia Fernández
Umbrío se encontraba cerca del mar y el viento levantaba su túnica, que de tanto sol y tanto viento se había decolorado, y ya no era el rutilante turquesa, sino un desvaído verdeazulado, que no era ni uno ni otro color. ¡Qué fastidio!, pensó, estar aquí oteando el horizonte, ¡uffff!, resopló.
En ese preciso momento, vio un movimiento en alta mar, cerca del horizonte. ¿Será un espejismo? ¿Será el cansancio? Se irguió cuan alto era para observar mejor. En lontananza avistó uno, dos tres grandes navíos. ¿Serán los romanos? ¿Serán los nuestros que regresan? Mejor aviso a los principales, ellos sabrán qué hacer.
Y en medio del calor sofocante que oprimía su pecho, Umbrío echó a correr, pero el polvo del desierto le cegaba, el calor pegaba su túnica al cuerpo, lo envolvía, asfixiaba. ¡Maldita canícula!, resopló y siguió avanzando hasta llegar al campamento que los soldados habían levantado a la espera del contingente romano que habría de llegar tarde o temprano.
¡¡¡Guerra, guerra, guerra!!!, voceó como endemoniado. ¡Se acercan los romanos, se acercan los romanos! En ese preciso momento, Lucius Eudardo, el comandante cartaginés, se entretenía con una jovenzuela, a la que molestaba halando sus vestiduras para que cayera, una y otra vez, entre las risotadas de sus lugartenientes y soldados. La joven era romana. Lo que no se imaginaba Lucius Eudardo era que la joven era de una familia de gentiles romanos cercanos al emperador.
Alta, esbelta hasta casi llegar a delgadez extrema, ojos de un gris acerado y un pelo rizado y esponjoso del color de la lava seca, Aurea Matrinalis, pedía en silencio a los dioses, que llegaran los soldados de su amada patria para que la rescataran de ese martirio.
Lucius Eudardo, hombretón metido en carnes, nariz puntiaguda como la de sus antecesores y un valor a toda prueba, había demostrado que valía lo que pesaba, por eso era respetado y admirado por sus soldados. Pero la sombra de la envidia siempre ronda a los valientes y en este caso era personificada por Eustas Olipondo, quien, a pesar de provenir de noble cuna y linaje, no reunía los méritos suficientes para compararse a Lucius y no pasaba de ser un vulgar y común soldado de la tropa de Lucius Eudardo. Pero este confiaba en el joven y lo tenía a su cargo entrenándolo personalmente.
A la llegada de Umbrío y sus gritos de alerta, la tropa cartaginesa tomó posiciones y se preparó a esperar el desembarco romano, colocándose en posiciones estratégicas, diseñadas por Lucius Eudardo, quien había sido dotado por el dios Baal, de fuerza, inteligencia y astucia para el arte de la guerra, pero no contaba con que la traición rondaba su persona.
Las naves se acercaban rápidamente, parecían volar sobre las azules aguas del Mediterráneo, y mientras se esperaba el desembarco romano, llamó a Neveo el Bereber, nativo de los desiertos quien consultó a los dioses principales sobre el futuro de la situación.
–Mi señor–, dijo Neveo a Lucius, se aproximan malos tiempos, veo a Sekhmet (la diosa sanguinaria de la traición en la mitología cartaginesa) rodeándote y envolviéndote como una nube. Ten cuidado, mi señor, le dijo de nuevo Neveo el Bereber a Lucius Eudardo. En ese preciso instante resuena en toda el área el grito. ¡por Roma, por el emperador, por la gloria! Quinto Aurelio Máximo acaba de desembarcar acompañado de legionarios y centuriones armados hasta los dientes, escudos relucientes, yelmos enceguecedores, espadas filosas, hombre tras hombre construyeron una muralla humana para avanzar rítmicamente hacia el enemigo cartaginés que esperaba en las sombras.
Silencio, profundo y brutal silencio fue lo que encontró Quinto Aurelio Máximo y sus soldados, pero siguieron avanzando, hasta que, en un momento dado, se oyó un ruido infernal. Lucius Eudardo y sus hombres habían hecho una muralla de fuego que en principio paralizó a las tropas romanas. Rápidamente se repusieron y avanzaron como un solo hombre.
El chocar de las espadas, las dagas penetrando ciegamente las carnes de romanos y cartagineses. Espectáculo horrendo y difícil de describir.
Cuerpos mutilados, soldados arrastrándose, la confusión y el caos constituyeron el escenario perfecto para que Eustas Olipondo aprovechara el momento y acercándose sigilosamente a Quinto Aurelio le dijo: –Mi señor, tengo un lugar en el que puedes reponer y vencer las tropas de Lucius, quien además tiene prisionera a Aurea Matrinalis la hija del pretor Polibio Matrinal.
A partir de ese momento, las tropas de Lucius Eudardo fueron diezmadas. Quinto Aurelio Máximo se llevó el sabor de la victoria y el comandante cartaginés fue decapitado. Las últimas palabras de Lucius antes que su cabeza rodara por las arenas ensangrentadas del desierto fueron…¡Caramba, y nos dejamos vencer por la canícula! Y una sonrisa apacible transformó su rostro regordete en el de un héroe cartaginés.
Las legiones romanas salieron triunfantes de Cartago llevando a Aurea Matrinalis a su hogar y ¡oh!, ironías de la vida, a Eustas Olipondo como esclavo a ser vendido al mejor postor. Esto sucedió durante la II Guerra Púnica.
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