>Parte del prólogo del libro que a nadie le ha interesado publicar, sin poder, hasta el momento, explicarme las razones. Una serie de trabajos publicados en el periódico El Siglo en 1997, con datos verídicos y comprobables.
>Momentos históricos, fechas históricas. Historia pura y simple que forma y conforma a los seres humanos de una u otra manera. Recuerdos imborrables en la memoria. No se olvidan, se mantienen, subyacentes o yacentes, lo cierto es que marcan vidas. Por suerte, me tocó ser espectadora de muchos de estos recuerdos, o desde un balcón de Ciudad Nueva o desde el mismo lugar de los hechos.
Por Claudia Fernández
La vida está hecha de momentos. Y esos momentos marcan la vida. Sucesos acontecidos en un momento dado, nos dan la dimensión real de la historia, de una historia que a veces, es difícil de contar, precisamente cuando esos momentos se encuentran dispersos en la memoria, que muchas veces traiciona y maneja a su antojo, acomoda datos y distorsiona la percepción, especialmente cuando se es todavía inocente, niña, ajena a las grandes preocupaciones, pero perceptiva de ellas.
Eso sucede cuando te toca ser testigo de un gran acontecimiento. Los recuerdos afloran maleados, acomodados a la memoria, pero siempre subyace el sustrato de la verdad. Una verdad que a muchos no les gusta recordar, y que, para otros, marca de manera especial su existencia. Y eso precisamente, fue lo que me sucedió aquel sábado, 24 de abril, cuando apenas contaba 8 años, con el inicio de la Revolución de 1965.
Etapa que marcó de manera indeleble mi existencia, y me hizo rebelde sin saberlo. Un momento histórico del que todo el mundo ha hablado y dicho lo que ha querido. Un momento histórico que marcó la vida de una nación y que todavía sigue gravitando en ella.
A retazos, llegan los recuerdos de ese día. Era en la tarde. Recuerdo que mi abuela Rosalía me peinaba, cuando de improviso un grito de mi madre y un objeto que cayó en la falda de mi vestidito de tafeta a rayas, me hizo olvidar los jalones de cabello de mi abuela. Una bala había rozado la oreja de mi madre, y solamente sintió el calentón, y el casquillo fue el objeto que cayera en mi falda.
Vivíamos en la calle Pina, número 14 (altos), Ciudad Nueva, lugar
que fuera desde unos años atrás, escenario de sucesos importantes. No lo supe hasta después de ser adulta. Momentos después de ese disparo, la voz tonante de José Francisco Peña Gómez se dejó oír por Tribuna Democrática, anunciando el inicio de un movimiento popular que exigía la vuelta al país del derrocado presidente Juan Bosch, que vegetaba en el exilio, esta vez en Puerto Rico. Y ese fue el momento que marcó mi vida y quedó gravitando y subyacente a lo largo de mi adolescencia, juventud y posterior madurez de la vida. “¡¡¡A la calle, pueblo dominicano, a la calle!!!”, fue el grito que detonó un movimiento popular impredecible e inesperado.
Y es este suceso histórico, que cambió el curso de la nación, el que marcó mi vida y mis acciones y habitó conmigo, cual amante despótico que exige a su pareja alabarlo. Y el recuerdo quedó subyacente, latente, atrapado.
Hoy desfilan por mi mente personajes que en ese momento me parecieron fabulosos. En esa calle Pina de mis recuerdos, llegué a ver a una pequeña mujer, con más valor que cualquier hombre, con un fusil que me parecía mucho más grande que ella. Me enteré después de que se trataba de Piqui Lora, mujer como pocas.
Un pelirrojo, alto, desgarbado y con pintas de extranjero, también fue de los habituales en ese inicio de la Revolución de Abril. Era el italiano Illio Capocci y ni qué decir de Montes Arache, a quien lo veía y me parecía más grande que todo el mundo, aunque décadas después cuando lo entrevisté, me di cuenta que la imaginación infantil es especial y traicionera. Era el jefe de los hombres rana, un ser humano como pocos he conocido y he conocido bastantes.
Un militar un poco entrado en carnes, con la camisa llena de sudor debajo de las axilas, y a su lado siempre, otro más pequeño. Después me entero que, en esa calle Pina de mis recuerdos de infancia, en los bajos de la residencia de don Rubén Lembert Peguero y su esposa doña Ramonita, se reunía la crema de la crema de la Revolución. Ese militar sudado era nada más y nada menos que el héroe de Abril, Francisco Alberto Caamaño Deñó.
Y los recuerdos siguen fluyendo, como cuando llegaron los “pariguayos”, miembros de “la Fuerza Interamericana de Paz”, a invadir los hogares de Ciudad Nueva, buscando armas escondidas y destruyendo los espejos colocados en las azoteas para deslumbrar a los aviones de Wessin durante los bombardeos.
¡Qué tiempos aquellos! Escaseaba la comida, pero la solidaridad era el apoyo. Durante las noches, cuando iniciaba el toque de queda, era obligatorio bajar a la primera planta, que había sido abandonada por sus inquilinos y entre cucarachas, ratones y mosquitos tratar de dormir en el suelo, gentes de distinta formación, unidos sólo por la solidaridad. Y esa, junto a la de mi abuela, fue mi primera escuela para saber que la lealtad y la solidaridad constituyen lo .más preciado de un ser humano.
Leave a Reply